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Mirar y remirar, el cine de Gustavo Fontán

Enero - Febrero 2015

El pasado mes de octubre en el café Jerónimo entre las calles de Salguero y Honduras en Buenos Aires, me encontré con el cineasta Gustavo Fontán para conversar acerca de la retrospectiva que le hizo el FICUNAM en la edición de este 2014. Un buen pretexto para abordar sus persistencias y sus giros en una obra que parece situarse, junto con su autor, en una esquina diferente del cine contemporáneo argentino.He leído varias reseñas y críticas sobre su trabajo, todas llenas de adjetivos, demasiados adjetivos, y de elogios también. Desde hace algunos años la obra de Fontán recorre numerosos festivales por el mundo y recoge múltiples reconocimientos.

Gustavo parece trabajar hondamente en un solo sitio, el de su propia experiencia y el de su propia mirada. Sin duda, como un autor, confía en que esa excavación y el trabajo que le significa imane al espectador de su poética.

La literatura, el teatro y el cine son simplemente herramientas para pensar y mirar eso que él llama “lo Real”

Albino Álvarez: ¿Cómo ubicas o reacomodas tu obra a partir de la retrospectiva que te hicieron en México?

Gustavo Fontán: La retrospectiva del FICUNAM que se hizo este año (2014) fue muy interesante en muchos sentidos, además de las caricias que significa, porque al hacerla me di cuenta que recoge 20 años de trabajo. Yo lo que noto son las formas de mirar o pensar lo real, no a partir del documental tal como entendemos el documental, sino en un acercamiento más libre. Desde El Árbol (2006) en adelante, hice siempre un cine muy pensado a partir del guión y todo para tener un acercamiento a lo real y a eso que llamamos verdad: un cine de mirada. Para mí, hacer cine es un acto de descubrimiento, un acto de aprender a mirar cada momento, el desafío de volver a mirar lo real cada momento y no dejar de sorprenderme ante esa posibilidad. A mí me gusta trabajar con ciclos, La Casa (2012) por ejemplo, cierra un ciclo de tres películas que llamamos “El Ciclo de la Casa” que son de mi casa natal: El árbol, Elegía de abril (2010) y La Casa. Ahora estamos cerrando el Ciclo de El Río que empezó con La orilla que se abisma (2008), El Rostro (2013) y, finalmente, con una adaptación de una novela impresionante que es El Limonero Real, de Saer, que ocurre en el Río Paraná, en Santa Fe.

Hay algo muy interesante en la narrativa de Saer, porque hay un propósito, como de programa, de romper los límites constantemente entre la narración y la poesía. Si bien hay una pequeña historia, hay montones de intersticios por donde se cuela otra cosa que hace que la acción esté como diluida en todos esos intersticios y hay un entramado mucho más complejo, mucho más poético. Si uno lo pensara en cine, este es el cine que me interesa hacer: ese que está en un conjunto de dispositivos para acercarme a lo real.

A mí me pasa algo con el cine: creo que se volvió muy torpe; digo, el cine industrial y el cine hegemónico y el cine mayoritario se volvió muy torpe en su capacidad de sugerencias, en sus capacidades poéticas; se transformó en el reino de lo visible, y lo que se ve es lo que es y me parece tremendo. Creo que el cine debe resguardar esa capacidad de provocación, de sugerencia, de poesía, debe resguardarlo en tanto se piense como arte. Si se piensa como negocio, las luces del mercado son otras.

AA: En una retrospectiva, en esa mirada hacia atrás, ¿qué persiste y qué no en tu obra?

GF: Hay una afirmación en esa persistencia, hay algo personal: una apuesta por depositar en esas películas lo que tiene que ver con el orden de la experiencia, en las experiencias personales, pero no en sentido biográfico. Uno podría pensar que el “Ciclo de la casa” es el duelo por los padres, el tirar abajo la casa natal. Hay un conjunto de experiencias trasladadas a relatos no biográficos, que no están puestos en un lugar autorreferencial sino como el modo de tomar la experiencia de lo que uno está viviendo y depositarlas en las películas, eso tiene como una persistencia. Probablemente el espectador no las reconozca biográficamente, pero creo que en esa apuesta hay algo que pasa con las películas que le da una potencia expresiva que excede lo que está sucediendo. Eso es lo que yo reconocía de esta manera, ese apostar a la experiencia, entender que la película es, de algún modo, la narración de una experiencia. Yo creo que la cuestión es esa: pensar qué película puede hacer uno que no pueda hacer otra persona, y porqué tiene qué hacer esa y no puede hacer otra.

AA: Esa experiencia de la que hablas, que no es autobiográfica, ¿se situaría en otro plano de experiencia, no autorreferencial?

GF: ¡Claro! Tiene que ver con la biografía. Lo que quiero decir es: no biográfica, que no es un traslado mecánico biográfico, por ejemplo.

AA: Sí, documental, digamos.

GF: Efectivamente, es decir el “Ciclo de la casa” inicia por el reconocimiento de mis padres que empiezan a envejecer y me hace pensar en la muerte de mi padre. Comienza a pasar algo muy curioso en esa casa, en esa casa natal donde vivieron muchas generaciones y casas que fueron pensadas para que viviera alguien siempre. Entonces se acumulan objetos, se acumulan cosas; mi madre se empieza a dar cuenta de que ya ninguno de nosotros va a vivir en esa casa, abre los roperos y empieza a regalar las cosas. Esa experiencia es el “Ciclo de la casa” que tiene que ver como un hecho biográfico pero en tanto y en cuanto yo reconozco que en ese hecho biográfico hay algo que se puede universalizar; no es lo anecdótico personal, que no me interesa contar para nadie. Fijáte, por ejemplo, hubo una retrospectiva ahora en el MALBA (Museo Latinoamericano de Buenos Aires) que empieza con esta experiencia. Viendo El Árbol, un espectador dice en el debate posterior, “me pasó algo muy curioso que nunca me había pasado: iba de la película a mi vida y de mi vida a la película, y en cada uno de esos movimientos las dos se transformaban”. Es el reconocimiento de lo que cada quien está viviendo como una experiencia -también conjunta- y el que cada persona parte de esa experiencia sensible personal, que de algún modo repercute en montones de otras experiencias similares.

AA: En la película La Madre (2012), veo fragmentos, retazos y una tensión muy fuerte en tanto no nos dejas ver, de una manera convencional, la interacción de 2, 3 ó más personajes. Hay algo ahí que me recuerda los imaginarios fuera de campo y los silencios dramáticos de Bresson.

GF: Amo a Bresson. La Madre probablemente sea la más bressoniana, con las distancias, la más bressoniana de todas las películas. Pero hay algo de lo que fui entendiendo con esa película, como metodología de trabajo, y es que ese acercamiento a lo real nos exigía, como grupo de trabajo, elaborar un principio poético. Es decir, hay una estructura, hay un conjunto de intenciones, puede haber un guión, pequeño pero un guión y luego hay lo que entiendo un principio poético. Para mí, en La Madre, el principio poético era una frase de (Jacques) Lacan que dice, algo así como que, “la angustia deviene por la persistencia de la mirada de la madre cuando ya la mirada de la madre se debería haber ausentado”. Entonces nosotros trabajamos con eso, no para explicarlo sino para encontrar categorías del lenguaje. Por ejemplo, nos llevó a todos los falsos raccords, a planos aislados donde no hay una acción en un mismo espacio y hay montones de enlaces de planos, a planos con miradas entre la madre y el hijo que por momentos no son coincidentes. Desde ahí armamos todo un recorrido que debimos pensarlo más abstracto pero que pone el drama en otro lugar, que lo pone en el lenguaje, que lo piensa en el lenguaje y no en el argumento. El argumento puede estar pero no es, la película no es el desarrollo del argumento, sino que es la profundización desde el lenguaje de ese argumento casi hasta los límites de cierta abstracción; un poco eso fueron los mecanismos que fuimos usando. En La Madre es muy claro y luego en otras películas también; por ejemplo, En la orilla que se abisma, en principio iba a haber ciertos fragmentos de personas que habían conocido a “Juanele” (el poeta Juan L. Ortiz, Entre Ríos, Argentina) y contaban cosas poéticas de “Juanele”, y la película acompañaba todos esos relatos hasta que me di cuenta de que si esos relatos estaban se explicaba mucho más, pero se perdía la potencia expresiva; todo lo que sucedía en la imagen y el sonido parecía como una ilustración. Retiramos todo lo que suena a explicación, a lo que está más en la línea de lo argumental, para dejar lo que entendemos por la potencia expresiva desde la percepción en el lenguaje; más como una apuesta a la percepción, como la posibilidad de establecer o entender que el sentido no está en el argumento sino en la misma percepción.

AA: Háblame de tu extravío en la literatura, el teatro y el cine.

GF: Mirá, hasta los 30 años estuve bastante perdido. ¿En qué sentido perdido? Podría explicartelo con una experiencia personal. Yo, cuando terminé la escuela secundaria, empecé a estudiar ingeniería civil; estudié tres años, dejé la ingeniería civil y empecé a estudiar letras. Hago mi carrera de letras y entre los 20 y los 30 años me dedico a la literatura. Escribo cuatro libros y lo vinculo al teatro. Comienzo a dirigir teatro a los 30 años y a estudiar cine paralelamente. Entre los 30 y los 40 dirijo cinco o seis obras que me dieron hicieron reflexionar sobre la imagen y el trabajo con el actor, a lo que quiero del actor y lo que no quiero del actor, lo que podía conseguir con un actor. Las reflexiones más fuertes sobre el actor devienen de ese momento del trabajo teatral hasta los 37, 38 años. A los 40 descubro el cine definitivamente y todo eso para mí fue vital. ¿Por qué cuento esto? Porque yo concibí estas películas que son casi abstractas, pero que tienen una rigurosa estructura, una reflexión rigurosa sobre la estructura, gracias a la ingeniería; es decir, de alguna manera uno va recogiendo las cosas por donde ha transitado, cada conocimiento se aprovecha de alguna manera. También son experiencias y son saberes que uno los recompone y los piensa en otro lugar pero no los deja de pensar. Entonces el trabajo con el teatro, el trabajo con la ingeniería, el trabajo con la literatura no se pierden. Digo [que] mis reflexiones en el cine muchas veces vienen de la literatura y de los poetas. Lo que te decía de Saer, por ejemplo. Mucho de lo que pienso sobre el cine lo encontré antes en la literatura como procedimiento o como forma de pensar la creación del mundo. Uno va recogiendo todos los saberes y los va resignificando.

AA: Gustavo, ¿por qué piensas en ciclos y qué es lo que les confiere unidad?

GF: En principio hay ciclos concretos que es un modo de reunir películas, hay dos ciclos muy concretos que son el “Ciclo de La Casa” y el “Ciclo de El Río”. ¿Por qué ciclos? Una de las cosas que leí de Juan L. Ortíz, Juanele, el poeta de La Orilla que se Abisma, quien murió en 78 y a quien no conocí, Ortíz hace una obra impresionante, sin moverse de su lugar natal, de dos lugares de Entre Ríos: Gualeguay y Paraná. Su obra es gigantesca, tremenda, mirando siempre lo mismo, mirando siempre el paisaje, nuevas relaciones y vínculos con el paisaje, su paisaje: el río. Arma un mundo. Yo llegué a pensar que Juanele estaba convencido que lo que tenía ante sus ojos era inagotable y me parecía que eso era contracultural hoy. Entonces comencé a pensar en ciclos de películas que sean una renovación de la mirada de lo mismo; era como una renovación de la mirada; decir, “bueno, vamos a hacer una película entera en este bar”, “ahora vamos a filmar de nuevo”. “Por supuesto no puede ser cualquier lugar, pero viéndolo de otra manera y otra cosa; esto ya lo vimos ahora vamos a ver otra cosa detrás”. Entonces para mi pensar en ciclos, pensar un movimiento entre esas películas, pensar algún tipo de movimiento estético, implica potenciar la mirada hasta llevarla al extremo de tener que volver a mirar donde ya miré. En ese sentido me encanta la idea de ciclos.

AA: ¿Cómo te observas, te piensas, en relación al actual cine argentino?

GF: Yo siempre en el margen. Me parece que hay tendencias críticas y tendencias y paradigmas de éxito o paradigmas de contra éxito y no me parecen interesantes sino como fenómeno crítico para pensar. Yo rescato del cine argentino, más allá de lo que se va rescatando críticamente en algunos momentos u otros, la conservación de los subsidios del INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales). El cine argentino tiene una capacidad de libertad muy grande. Las filmografías, si uno las analiza, son muy distintas. Hay autores que todavía tenemos la posibilidad de pensar el cine desde el cine y no desde las condiciones industriales. Ese panorama del cine argentino me resulta muy interesante. Si uno ve a Lucrecia Martel, ella no tiene nada que ver con Lisandro Alonso y así podríamos seguir y hay algo de los trazados del conjunto de películas de autores que no se parecen entre sí; se parecen en la libertad. Mis películas tuvieron siempre suerte: El Árbol, La orilla que se abisma, fueron a miles de festivales. De pronto, se cerraron las puertas, hice otras dos o tres y casi no circularon, y luego ahora a partir de El Rostro se volvió a abrir. Me paro en un lugar posible, a hacer con el mayor rigor las películas que puedo hacer, tomando de todo lo que yo creo que es interesante. Pero no me paro en referencia a, ni siquiera en referencia al cine industrial que no me interesa. Creo que lo importante está en pararse en relación a tu propia obra, con el mayor rigor posible y pensar de qué manera resignificar lo que uno está haciendo. Creo que esto me da un lugar en el cine argentino. Nunca fui incluido en el nuevo cine argentino y ya tengo edad como para no ser incluido, y esto me resulta bastante grato: no aparecer. Digamos, siempre aparecer pero nunca aparecer en los paradigmas, nunca aparecer dentro de las líneas paradigmáticas. Me parece que eso está bien, por lo menos me resulta grato.

Albino Álvarez G.

Cineasta y Subdirector de Restauración de la Filmoteca de la UNAM